domingo, 4 de noviembre de 2007

Estar con periodistas

A ellos les gustan mucho los datos: ¡un, dos, tres, cuatro, cinco teleseries más importantes de la historia de la televisión chilena!, grita un periodista, y los demás saltan y empiezan a enumerar. Todos le achuntan al menos a una o a dos. Yo casi nunca le achunto a sus ránkings, pero quizás por lo mismo es que me entretengo mucho con los periodistas. A veces me imagino que ya no estamos tomándonos unas cervezas, ya no estamos en un asado: ahora estamos en un programa de concursos. ¡Las cinco escenas más cliché del cine francés!, a qué película pertenece la famosa frase braca traca dá, el disco más vendido en el año 1996… y los demás van respondiendo, con cierta ansiedad, con cierta adrenalina, a modo de concursante que no quiere perder la suma de dinero acumulada, que quiere llevarse el premio mayor y de paso, sentir el placer de confirmar el excelente archivo que hay en su cabeza. Yo los miro y me sorprenden, es como si estuvieran programados para eso, como si hubieran estudiado para eso, pienso yo y al segundo caigo en la cuenta de que claro, efectivamente han estudiado para eso.
Ellos me explican que su trabajo los obliga a averiguar este tipo de datos a cada rato y entonces empiezan a relacionarlos con sus vidas y así es como se acuerdan de qué estaban haciendo ellos cuando la teleserie más vista era la más vista o cuando el Pato Yánez hizo un patoyáñez y claro, me tratan de explicar que de paso, con estos datos “sabrosos” (así dicen ellos) agregan un plus a sus notas, reportajes, perfiles o lo que sea que tengan que hacer. Ellos me tratan de explicar, me dicen que definitivamente el país que hace más ránkings es Inglaterra, definitivamente dice una periodista, definitivamente le responde otro periodista. Y yo, que también soy bastante periodista, no puedo dejar de reírme y de sorprenderme. Cada uno de ellos es como un archivo multimedia, cada uno de ellos es como un medio de comunicación en sí mismo con anécdotas, canciones, momentos, todo muy enlistado y en potencia de ser publicado en cualquier momento.

lunes, 4 de junio de 2007

De: Ensayos sobre objetos. "Los vasos de vidrio"

Partamos de la premisa, consignada en el prólogo de esta compilación, de que los objetos también viven en comunidad. Esto nos explica porqué encontramos frecuentemente set de seis vasos, vitrinas destinadas a guardar vasos agrupados por tipos, o más cotidianamente, espacios en los muebles de cocina que almacenan a todos los vasos juntos. De estas comunidades, diversas en su composición, se desprende que la vida del vaso puede seguir múltiples caminos o pasar por muchas etapas. En este sentido, la vivencia fundamental de un vaso es el paso de una casa comercial a una “casa-hogar”, entendido éste último como, “un lugar habitado por una comunidad de sujetos, generalmente unidos por lazos sanguíneos, quienes intentan convivir de manera sana, objetivo que está siendo permanentemente boicoteado por los mismos miembros de dicha comunidad”[1]
Pero decir que todos los vasos derivan a una “casa-hogar” sería limitar el análisis. Sabemos que muchos llegan a casas de eventos, hospitales, hoteles, moteles, bares, casas de reposo, espectáculos circenses, restaurantes, canales de televisión, escuelas de malabarismo, iglesias, conventos, centros de meditación zen, etcétera, lugares donde conocen otros usos. Pero aquí nos interesa fundamentalmente la vida de los vasos en la llamada “casa-hogar” y de qué manera se insertan en este contexto.

Un vaso es un objeto de tránsito. De su lugar en la cocina es separado de sus pares para ser llevado a la mesa. Allí es utilizado en el mejor de los casos por un solo comensal. Sin embargo, es frecuente que tenga que servir a dos o más de ellos, sobre todo si el líquido que porta es alcohol. Entonces, el vaso es particularmente deseado por varios sujetos quienes lo empinan con firmeza y lo llevan a su boca. Aquí el vaso es langueteado, empañado a veces, manchado con saliva y secreciones de la boca del comensal. Pero el vaso sigue ahí: implacable e inconmovible. De ahí el dicho popular “firme como un vaso” o “más firme que un vaso”, dependiendo de la región en que se utilice.
Pero su gallardía no se acaba allí. Después de haber sido llenado y vaciado una y otra vez; después de haber pasado de boca en boca y porqué no decirlo, de lengua en lengua, de haber sobrevivido a caídas que amenazaban con su muerte (es frecuente que por un descuido, el vaso sea torpemente deslizado entre las manos y caiga al suelo quebrándose en mil pedacitos, granitos de vidrio, arena de vidrio). Después de todo eso, ¿qué hace el vaso?. Brilla. ¡Brilla! de manera triunfal, como un dios olímpico, como una creación apolínea que niega el sinsentido de su existencia.
Luego, el vaso sucio con residuos de diversos líquidos es llevado desde la mesa a la cocina donde puede correr dos suertes: el lavado inmediato o la agonía de la espera, generalmente junto a otros objetos
[2] tanto o más sucios que él.
Pero una vez limpio, el vaso vuelve a brillar entre sus pares, que también brillan. Todos uniformados, todos juntos parecen un coro trágico que con una potencia sobresaliente no deja de brillar nunca. Brillan de día, de noche, pero sobre todo al mediodía cuando la luz favorece su cristal. Brillan cuando los miran y cuando no. Y cuando nadie los está viendo siguen brillando entre ellos, reflejándose uno en el otro y en el otro y en el otro y así infinitamente hasta el último de la fila. Sin embargo- y aquí está lo curioso- parece que nunca hubiera un último: si no hay un vaso al lado, de seguro habrá alguno detrás o al otro lado, lo que permitirá que el brillo se prolongue y siga circulando de manera eterna, amenazando con no acabar jamás.
[1] Cfr. “La casa-hogar”, varios autores. Allí se describe el mecanismo de las llamadas casa-hogar, a partir de las observaciones y experimentos científicos del grupo “Círculo de hielo”.
[2] Para precisar las características de estos objetos, consúltese el apéndice “Objetos de cocina”.

viernes, 27 de abril de 2007

Loquear

Mis tías siempre usaban la palabra loquear. "Las niñas andan loqueando", decían cuando andábamos corriendo por el patio de la casa de Buin, o cuando nos reíamos por ahí medio escondidas con mi hermana y la Bárbara, como si estuviéramos tramando algo, aunque generalmente no tramábamos mucho.
En realidad, todos los primos éramos bastante tranquilos, a excepción del Pato que nos incitaba a hacer leseras. Y como era más grande nos dominaba y terminábamos haciendo estupideces que se salían de los márgenes del
loquear. Porque loquear es una palabra para referirse a acciones bastante inocentonas. Es el germen del desenfreno, pero sólo el germen. El loquear se ve superado por el desenfreno y resulta inútil para referirse a él.
Hay que decir que las tonteras que hacíamos con el Pato no eran muy graves, pero sí suficientes para sacar un poco de quicio a mi mamá y sus hermanas y por lo tanto, bastaban para superar a la palabra
loquear.
Una vez nos subimos todos a una gran repisa de madera, que el Tata ocupaba para dejar sus plantas. Estábamos la Bárbara, la Cote, el Pato, Gastón y yo. Por supuesto que la repisa, que no estaba preparada para el peso de cuatro niños, se cayó un par de segundos después de que lográramos afirmarnos todos arriba. Y el mayor damnificado fue Gastoncito, el más chico de todos, quien con un aterrador grito, hizo que de un segundo a otro todas mis tías y mi mamá estuvieran gritando de espanto alrededor de nosotros y retando efusivamente al Pato, quien era el eterno responsable de nuestras travesuras. Pero mi mamá y mis tías no consideraron eso como una simple travesura sino como una acción desbordada, fuera de límites, desenfrenada. Era ese tipo de cosas que no cabían en el
loquear y a mis tías, eso parecía no gustarles.