martes, 15 de diciembre de 2009

¿El jardín?

Me acuerdo de que mi abuela se daba vueltas en ese patio repleto de plantas que parecían abrazarla mientras ella iba una por una, observando con un rigor casi científico, la evolución de cada una de ellas. Tal como cuando en el colegio a uno le hacían plantar un poroto en un vaso con algodón y regarlo y observarlo diariamente e ir anotando la evolución diaria, así hacía mi abuela con cada una de las plantas de su jardín, que no eran pocas sino todo lo contrario: eran demasiadas y estaban tan en desorden que parecían no acabarse nunca ya que uno no se daba cuenta cómo iban apareciendo casi de la nada, unas al lado de otras, unas desde abajo de las otras y así parecían provenir de lugares inesperados, como si este jardín -si es que es pertinente llamar jardín a algo tan desbocado como el patio de mi abuela- fuese un cosmos infinito.

Un jardín se caracteriza por la artificialidad con que están dispuestos en él los elementos de la naturaleza como plantas, árboles y flores diversas. El jardín muestra la distancia entre dos categorías binarias: lo natural y lo artificial y lo hace mediante este orden a lo natural que impone, por ejemplo, que las rosas se agrupen al centro de forma circular, rodeadas de pasto verde cortado a ras de piso sin que ningún sector del pasto pueda sobresalir por sobre otro en altura. Eso es un jardín. Lo de mi abuela entonces era un intersticio de jardín (algo así diría Homi Bhabha, creo) en donde si bien, los elementos naturales estaban dispuestos de una manera particular y en un sector delimitado, esta manera particular era el desorden mismo, la barbarie (que sólo ella entendía y que solo parecía estar ordenado para ella) y este sector delimitado parecía desbordarse y devorarse sectores que no le pertenecían para establecer allí una más de sus especies. “Me regalaron una matita de alegrías del hogar” decía mi abuela al domingo siguiente y mostraba una planta nueva en un sector donde, hasta el domingo anterior, yo había entendido que el jardín se acababa. Así, domingo a domingo me fui dando cuenta de que los límites que yo había establecido para el jardín de mi abuela, eran totalmente inútiles: este jardín era ilimitado y avanzaba sin preocuparse hacia dónde. Sólo avanzaba y quizás allí radicaba su belleza y su armonía.